Columnistas

Emociones contenidas

La mujer de edad mediana se fundió en un abrazo con una joven veinteañera, mientras las lágrimas se deslizaban libres por sus mejillas. De pie y cercano a ellas, podía escuchar en ambas ese sollozo de alegría que acompaña las emociones desbordadas. Un grupo de hombres y mujeres, de distintas edades, esperaban en rueda su turno para acercarse y saludar a la recién venida. Uno a uno se acercaban para estrecharla en brazos, todos visiblemente conmovidos. Entonces mi atención se detuvo en un hombre -quizás su hermano- que pacientemente esperaba que otros saludaran a la mujer, abrumada por el recibimiento. Él aguardaba, contenido y nervioso...

Yo observaba ese momento de intimidad desplegado en público, en medio de muchas personas que aguardábamos por familiares y amigos, prontos a emerger de las puertas de salida en el aeropuerto local. Sin plan previo, coincidí ahí con conocidos que habían llegado a recibir a alguien. Uno se encontraba a mi lado y se dio cuenta que yo tenía mi vista fijada en el grupo de parientes que daba la bienvenida a uno de sus miembros queridos. “Es una escena emotiva- me dijo. Muy parecida a las que se ven en la puerta de embarque, donde la mayoría no refrena tristezas por la despedida”. Y agregó: “Estoy convencido que hasta puede ser más angustiante, porque no se sabe por cuánto tiempo no se verá al ser amado”. En ese momento pensé en quienes dejan el país para buscar en el extranjero esa suerte que les ha sido esquiva o quienes lo hacen para poner a distancia acechanzas y peligros.

Mientras hacía mi propia espera, respondí al amigo que pasa algo similar en salas de neonatos y mortuorias. Y luego pensé -en silencio- cómo nos llenamos de júbilo por el advenimiento de una criatura, compartiendo la alegría de padres y familiares cercanos, siendo capaces también de reservar solidaridad y empatía ante la tristeza de una pérdida. En un par de minutos, imaginé la enjundia por laureles escolares y la emoción de novias ante un altar soñado, la agonía de las derrotas deportivas, el júbilo de los éxitos profesionales, la sentida reacción frente a una escena de un filme o al escuchar una aria ejecutada con maestría.

Me transporté en el tiempo a noches de desvelo por un amor no correspondido, a la impensable y milagrosa graduación de un sobrino, a la frustración por la pérdida ingrata de un abuelo, al desconsuelo por las luchas sin remedio contra el cáncer. A la euforia colectiva por un triunfo del equipo nacional, al incontenible dolor por una tragedia sufrida por la humanidad...

Los altavoces y la ansiedad de mi propia espera me hicieron retornar de mis divagaciones. Fue ahí cuando volví a fijarme en aquel hombre, el que aguardaba con paciencia su tiempo de saludar a la mujer que llegaba. En segundos, vi cómo esta encontró su mirada expectante, llena de lágrimas, y se lanzó a sus brazos, aunque -la verdad- apenas logré verlo: para entonces mis ojos estaban ya enturbiados por la emoción, contento porque aquella mujer desconocida retornaba para alegrar y llenar los corazones de los suyos.